
A continuación se recoge la tesis
del autor, que informa el conjunto de la
novela, sobre la reconstrucción de Santander. Para que el no santanderino comprenda la magnitud del daño causado pro el fuego en aquella noche del 14 al 15 de febrero de 1941, baste decir que afectó a 37 calles, a 377 edificios particulares, seis iglesias y conventos, 1783 viviendas, 508 comercios y 155 hoteles, pensiones y bares.
¿En qué año sucedió? En 1941. Sólo habían transcurrido dos desde la
finalización de la guerra civil. En Europa la guerra mundial estaba en su
apogeo. ¿Qué supuso este incendio para
el Régimen Franquista? La
oportunidad de demostrar que era capaz de reconstruirla, y a lo grande, en un
tiempo record. Era Santander, pues, un escaparate internacional para los
militares y, sobre todo, un intento de demostrar a sus aliados alemanes e
italianos que la España de Franco no era una potencia fascista de tercer orden,
sino de vanguardia.
En tal
empresa se sumaron todos los esfuerzos posibles en una España escuálida, carente de los más básicos materiales constructivos,
en especial hierro, hormigón y cemento.
Pero era preciso exigir a la sociedad el máximo esfuerzo para el bien del
sistema político recién nacido.
Dos
fueron las opciones planteadas: la de reedificar
la ciudad piedra a piedra, tal y como
estaba; y la de hacer tabla rasa y trazar una ciudad de nueva planta.
Se
optó por lo segundo porque las ventajas de partir de cero eran evidentes: se podrían aumentar las alturas gracias a los
desmontes en la zona siniestrada, lo que, sumado a posibles elevaciones irregulares
sobre las cumbreras —manejos con los que de antemano se contaba—, el volumen total quedaba
quintuplicado en relación con el anterior al incendio.
El
reclamo para la iniciativa privada sería irresistible.
Las
ventajas que se dieron a las sociedades de reconstrucción serían un sueño para
cualquier constructor de la actualidad:
El Estado puso firmes las compañías aseguradoras, que no pudieron escurrir el bulto e hicieron frente a los siniestros. Se concedieron préstamos estatales a fondo perdido. Se gestionaron préstamos bancarios a muy bajo interés. Se eximió a los adjudicatarios de impuestos durante veinte años. Se facilitaron materiales a precios irrisorios, sacados de los almacenes estatales. Se reforzaron los registros de la propiedad, garantizando que las fincas obtenidas en los remates fueran inscribibles sin trabas legales como problemas sucesirios y de multipropiedad, todos los cuales se solucionaron en un tiempo récord. Se expropiaron las parcelas resultantes, tras la explanación, con fondos estatales. Se creó la figura de un fiscal que velaría por los derechos de los propietarios ausentes. Es decir, óptimas condicionesy máximas facilidades.
En
tales condiciones, levantar un edificio o dos, en el centro de Santander era
un regalo. Los inmuebles serían dedicados al mercado de alquiler.
Santander se convertiría en una ciudad de inquilinos pudientes, todo un reclamo
para los negocios.
Las
familias de la pequeña burguesía local crearon sociedades de reconstrucción,
con todas las ventajas fiscales imaginables, participaron en las subastas, para las que se estableció un
sistema especial de tanteo de forma
que ninguno de los propietarios se quedara fuera del reparto, y comenzaron a
levantar sus edificios, ya decimos, con
miras a dedicarlos al mercado de alquiler.
Entre
tanto, los santanderinos de toda la vida, las gentes de la mar y todo tipo de
obreros, parados y menesterosos, fueron ubicados en poblados marginales, allá
por los más remotos extrarradios.
Pero,
para sorpresa de los encantados constructores, llegó al boletín oficial una
nueva norma de carácter muy social —clara paradoja del Régimen—. Se trataba de
la nueva, sistemática y proteccionista ley
de arrendamientos urbanos. Era el momento del máximo apogeo del plan de
edificación, con los desmontes hechos, las vigas levantadas, los tejados
insinuados; Santander era un bosque de grúas. Se trataba de una regulación muy
novedosa, que establecía la obligación
de prorrogar el alquiler para el
propietario si el inquilino no quería dejarlo al llegar el vencimiento, y
sin un sistema de aumento de precios adaptado al IPC, pues tal ratio ni
existía. Total, que la perspectiva de
los arrendamientos no era rentable porque no se podría echar al inquilino
cuando se quisiera. Pero, ¿cómo abandonar proyectos constructivos a coste
cero en la práctica? Los empresarios siguieron levantando sus edificios sin
perspectiva mercantil de ningún tipo ya. Venderlos, una vez construidos, era
impensable, al menos de momento, con una España depauperada; alquilarlos un mal
negocio. ¿Qué hacer? Ya se vería, pero
era preciso seguir construyendo… ¡Les resultaba tan barato!
Con
los edificios en las manos, los viejos tenderos e industriales santanderinos, optaron por llenar los edificios ellos
mismos, con sus familias, incluso llamando a los parientes dispersos. Así,
en el primer piso vivía el constructor, en el segundo su hermano, en el tercero
su tía, en el cuarto otro hermano, una prima del pueblo en la mansarda.
En
definitiva, que si sumamos los dos hechos consecuencia de la reconstrucción —la marginación de los santanderinos de pura
cepa, de los pescadores, de las gentes marineras en los extrarradios, y la invasión del centro urbano de
familiares de los constructores—, tendremos como resultante la causa del
tono humano que posee la ciudad hoy día.
Para
decirlo con palabras llanas, los señoritos —también conocidos por el
acertado nombre de pijos— ocuparon el centro y dieron tono a la ciudad, y
los humildes, digamos para entendernos los raqueros, terminaron en el
extrarradio. Venció un tipo humano de
santanderino, pero no el único. Triunfó el artificial, el mojigato, el integrista
y el adinerado —aunque en muchos casos meros vergonzantes—. Fue relegado el
otro tipo, el autóctono, el tradicional,
el rebelde, el cantarín y el descarado, es decir, el marinero.
En torno a este hecho histórico se
desenvuelven los personajes de
la novela Santander, la marinera. Viven estos
entemezclados, aunqueno revueltos en el marco de la actual ciudad. Son
descendientes directos de uno y otro prototipo urbano: el marinero, o
menesteroso necesitado, y el hijo-nieto del constructor; la Santander marinera
frente a la Santander VIP, o con pretensiones de alcurnia, los dones sin din y los dines sin don, patria de los
pijos. Así los define el Diccionario de la Real Academia: personas que en su vestuario, modales, lenguaje, etc., manifiestan
afectadamente gustos propios de una clase social adinerada. También
entiende por pijo, como adjetivo, a lo propio de la persona pija o de clase
social adinerada.
De
todas formas, sostiene en la obra el autor su pesimismo porque considera que
las clases dominantes de la ciudad, cualquiera que sea el bando social en el
que militen, tienden, desde siempre, a destruir el bellísimo entorno heredado,
pues se cometieron desaguisados urbanísticos en tiempos de la República, en los
del prontofranquismo, en los del tardofranquismo, en los de la prontodemocracia y en los de la postdemocracia, en que hoy vivimos. El gestor urbanístico santanderino es un
pródigo con el patrimonio colectivo, y cree el autor que, si no
se hubiera abrasado la ciudad, el casco antiguo también sería hoy
irreconocible, y que si hubiesen
triunfado los republicanos, la reconstrucción habría sido similar a como
fue, incluso con las mismas teorías y fines que movieron a los vencedores a
actuar como lo hicieron. Indicios claros
hay para esta hipótesis, y son expuestos, dentro de una trepidante trama
novelesca en, Santander, la marinera.
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